Día de la Piñata: historia, significado y actividades tradicionales
La historia de la piñata no empieza en una fiesta infantil. Tampoco en una tienda de artículos de cumpleaños. Hay que ir más atrás. En el siglo XIV, en China, se colgaban figuras de barro llenas de semillas que se rompían con palos para celebrar el Año Nuevo. Después, los misioneros las llevaron a Europa. Y de ahí a América. En México, la piñata encontró otra vida: una forma de enseñar, celebrar y compartir.
Los frailes, dicen, la usaban como herramienta para catequesis: siete picos por los pecados capitales, ojos vendados como símbolo de fe. El golpe era una lección. Pero también un juego. Eso nunca dejó de serlo. En Puebla o en barrios populares de Ciudad de México, las piñatas siguen apareciendo en plazas, patios, jardines. A veces son estrellas, a veces burros, a veces personajes de moda. Nadie les exige coherencia. Solo alegría.
¿Por qué se golpea una piñata?
La imagen es conocida: alguien da vueltas con los ojos cubiertos, los demás cantan, el palo va y viene. Pero debajo del papel maché hay algo más. En las piñatas tradicionales, los siete picos representan tentaciones. El participante, sin ver, busca destruirlos. Al romperla, caen dulces, frutas, a veces juguetes. El premio no es individual. Es para todos.
Los niños aprenden que a veces el golpe no acierta, que hay que intentarlo otra vez. Aprenden que lo dulce llega después del esfuerzo, y que los demás también están esperando su turno. Algunos adultos repiten: “no pierdas el tino”, y no se refieren solo al juego.
Un ritual que no siempre se parece a sí mismo
Hay fiestas con piñatas gigantes colgadas de grúas en plazas públicas. Otras más modestas, hechas con papel reciclado en escuelas rurales. En zonas urbanas, hay versiones con personajes de películas. En pueblos pequeños, aún se construyen a mano, con engrudo y paciencia.
Las canciones cambian. A veces hay mariachi, otras bocinas con reguetón. Pero el gesto central se mantiene: colgar, vendar, golpear, reír, correr, compartir.
No es igual en todas partes. Ni falta que hace.
Lo que se dice (y se repite)
- « Romper no siempre es perder. »
- « Un dulce no vale más por conseguirlo solo. »
- « El palo enseña, pero también perdona. »
- « Todo lo que cae, cae para muchos. »
- « La piñata no juzga: se abre. »
Estas frases no están en manuales. Se oyen en patios escolares, en plazas de barrio, en charlas de abuelas mientras llenan el interior de papelitos de colores.
¿Y hoy? ¿Sigue viva?
Sí. En fiestas de Reyes, en posadas, en cumpleaños, en ferias. En talleres escolares donde se enseña a construir piñatas con papel reciclado. En campañas para recuperar lo artesanal. En debates sobre cómo mantener la tradición sin que se la trague el plástico.
Algunas piñatas vienen ya hechas, con envoltorios brillantes y etiquetas de fábrica. Otras se hacen en casa, con tijeras, pegamento y risas. Hay tensión, claro: entre lo comercial y lo comunitario, entre lo moderno y lo simbólico. Pero la piñata —como muchas cosas que parecen frágiles— resiste.
Al final, ¿qué rompe la piñata?
La piñata no se rompe sola. Se rompe entre todos. Con cantos, con risas, con un poco de torpeza. Lo que cae no importa tanto como lo que deja: una memoria compartida.
Y tal vez por eso sigue ahí. Porque no hay otra cosa que, con tan poco, consiga tanto: enseñar, divertir, unir, dejar huella.